miércoles, 21 de marzo de 2012

DESESPERACIÓN

La gente corría confusa en las calles, sin saber a dónde se dirigían; gritaban, tenían miedo, horror por lo que sucedió. Muchos niños estaban perdidos entre la multitud. Los padres lloraban a sus hijos muertos. Las ambulancias y la sirena de los bomberos se escuchaban por doquier. El humo de los incendios y el polvo de los escombros hacían más lúgubre la ciudad. Se vivía un caos.
Los rescatistas trabajaban incansablemente con picos y palas tratando de resquebrajar el concreto, sacando restos de edificios que en segundos la naturaleza había hecho añicos y que antes fueron hermosas construcciones, pero que en ese momento sólo eran símbolo de muerte y destrucción.
En el rostro de las personas se percibía la impotencia y la desesperación; se preguntaban: ¿cuántas horas y cuántas piedras tendremos que mover para encontrar a alguien con vida? Nadie lo sabía. Solamente tenían fe y esperanza, ante sus cansados brazos y piernas. Sentían frustración al escuchar gritos bajo los escombros; muchas veces el tiempo y el esfuerzo no eran suficientes para alejar a la muerte que sofocaba con su aliento a los cuerpos atrapados entre las rocas y las varillas retorcidas –cárceles sin escapatoria–, sentenciados a muerte injustamente por haber estado en el lugar equivocado.
Transcurrieron las horas y no se perdía la ilusión de rescatar algún sobreviviente. De un lugar se escuchó el grito de un socorrista:
–¡Hey, vengan! ¡Está vivo! ¡Rápido! –Varios corrieron a ver qué
era lo que estaba sucediendo; una mano debajo de una losa se movía débilmente.
–¡Nos escucha! –gritó el socorrista.
–¡No se preocupe, lo vamos a sacar! ¡Tranquilo!
No se percibió ni un susurro, sólo el movimiento indicó que se encontraba con vida.
Se inició el retiro de escombros. Poco a poco, con la voluntad de hombres y mujeres quedó limpia la losa para levantarla; fueron horas de desgastante labor, las palabras de aliento no faltaron. Al cabo de un tiempo quedó libre la placa de cemento, la taladraron con cuidado y la amarraron con un cable de acero para jalarla con una grúa. No había otra manera de salvarlo.
Un voluntario gritó:
–¡Con cuidado! No se vaya a reventar.
–¡Ya está listo! Álcenlo –dijo otra persona.
–¡Aléjense de ahí! ¡Vamos! ¡Rápido!
La gente se retiró unos cuantos metros del lugar. La enorme grúa no había levantado ni un centímetro el bloque de concreto cuando el cable se rompió. Los voluntarios corrieron desesperados para ver si la persona se encontraba aún con vida.
–¿Te encuentras bien? ¡Responde!
–¡No se mueve! ¡Está muerto! –La voz del socorrista sonó
desilusionada; se volvió hacia las personas buscando ánimo.
–¡Hey! ¿Me escuchas? –gritó repetidas veces.
Estuvieron tres o cuatro minutos llamándolo; poco a poco la gente se retiró cabizbaja, con el fracaso en su corazón, pero de pronto surgió una esperanza.
–¡Sobrevivió, no ha muerto, su mano se movió! –gritó un joven que se había sumado a la ayuda.
Todos corrieron nuevamente a trabajar; el anhelo de rescatarlo los llenó de energía. Amarraron un cable más grueso. El maquinista comenzó a levantar poco a poco la pesada carga, y ésta se elevó unos treinta centímetros. Alguien se asomó cuidadosamente: varias ratas salieron corriendo; sólo había un brazo mordisqueado. Los animales se encontraban tragando la carne, jalando los tendones de los dedos.
–¡Malditas ratas, se arrastran bajo la tierra en busca de restos
humanos, solamente ellas pueden ver lo que hay debajo! –dijo un socorrista que se retiraba del lugar.
Los voluntarios se alejaron con lágrimas en los rostros, desesperados y llenos de frustración; sin embargo, llevaron a otra parte su aliento. Su ilusión era ver vida debajo de la ciudad.