viernes, 20 de octubre de 2017

EL QUE TIENE FIRMEZA

Saliste en silencio, cabizbajo; te negabas a pensar, a sentir… sólo querías dejar ese lugar. Cada paso te acercaba más y más a tu corto destino. Por esa razón caminabas como arrastrándote, deseando estirar el tiempo. Aunque sabías que eso podía también prolongar tu agonía, rechazaste la idea de andar aprisa. “¡Qué más da! Llevo este peso en mi interior y no hay nada por hacer”. La mirada de una mujer se cruzó con la tuya y te hizo recordar a Sofía como una esperanza de vivir: el movimiento de sus caderas, sus pechos, su voz dulce y sensual, sus ojos color miel, sus cejas abundantes y delineadas, sus palabras entrelazadas con sus caricias te hacían sentir vivo. Pero ella desapareció como la neblina, se esfumó sin decir adiós. Sólo se fue. Continuaste caminando rumbo al parque, en busca de un momento de paz. El césped, las ramas, los troncos y el movimiento de las hojas te relajaron. De nuevo, al igual que otros días, te sentaste a reflexionar. Detrás de ti el ahuehuete más frondoso del lugar te regaló su sombra, ocultándote de los rayos del sol. Decidiste terminar el libro Una mirada en secreto, que guardabas en tu saco. Devoraste una a una las páginas. Irónicamente, las últimas líneas hablaban de un nacimiento; no pudiste determinar si el autor se refería a una idea, una persona o un animal. “Para qué pensar en eso”, te repitió tu voz interior. Permaneciste con la vista fija en el horizonte. El aire hizo crujir las ramas de las jacarandas: pequeñas hojas secas cayeron, giraron y chocaron entre sí, y un sonido parecido al rumor de un riachuelo se filtró en tus oídos. El sol había cruzado el medio día y aún no desayunabas. Querías sentir el placer de comer. Te pareció que lo mejor sería volver a ese sitio elegante y acogedor donde Sofía aceptó el anillo; hacía ya unos años que no comías ahí. Un taxi te llevó al restaurante “El Festín”. Comenzó a llover y el mozo de la entrada se acercó tratando de cubrirte con un paraguas, pero tú te rehusaste. Querías sentir la lluvia en tu rostro; un rostro que había dejado de reír, e incluso de llorar, inánime, sin vida. Te sentaste al fondo del lugar, oculto de las miradas, no pretendías esconderte de la gente sino de ti mismo. Pediste un vino Merlot Syrah. El mesero no tardó en llegar con la botella y la destapó. Percibiste un agradable aroma, y se apoderó de ti un sentimiento de melancólica felicidad, el recuerdo grato de lo que no volverá a suceder jamás. Te serviste una copa y tomaste un trago lentamente; su sabor te hizo recordar los besos de Sofía. Cerraste los ojos. La primera copa se acabó. El gerente se acercó para llenarla nuevamente. Te dejó el menú y elegiste lo mejor del lugar. Comiste lentamente, disfrutaste cada tiempo. Los platillos, uno a uno, te trajeron un sinfín de recuerdos que te hicieron sentir feliz. “¡Momentos, sólo fugaces momentos!”, dijiste en voz baja. Se acabó el vino y la comida. No hubo risas ni palabras; ningún gesto te acompañó. El mesero te ofreció algún digestivo. ¬“Zambuca Negro, algo dulce me vendrá bien; y un puro, por favor”. Las manecillas del reloj avanzaban. Tú querías detener el tiempo, pero era inútil: discurría como la sangre en tus venas. Miraste a través del vitral del restaurante el cielo rojizo del otoño. Pagaste la cuenta y te escabulliste por la puerta de emergencia; no querías cruzar palabra con nadie. Fuiste en busca de unos tragos a un sitio llamado “El Edén”. Al llegar, te sentaste en la barra, pediste un coñac en las rocas y observaste a las mujeres. Una de ellas te llamó la atención: cabello castaño, alta. Su blusa escotada dejaba ver parte de sus pechos; te excitaste. Sin embargo, lo que más te agradó fueron sus ojos y su mirada. Le ofreciste un trago y charlaron un rato de cualquier cosa. Luego la invitaste a salir del lugar; ella accedió. Fueron a tu departamento. Entraron sin decir palabra y encendiste la luz de la sala. Tenías algunas revistas regadas en el sofá, un par de libros y fotos sobre la mesa. La llevaste al cuarto de visitas (tu recámara la querías sólo para ti). La abrazaste desabrochando su blusa, con tus labios sentiste su cuello, entre tus dedos estaban sus pezones grandes y duros que apretabas suavemente. Su falda cayó sobre la alfombra. La miraste por un instante. Ella te correspondió y sin dejar de hacerlo te desnudó. El olor de su sexo estaba ya en tus manos. Al penetrarla sentiste un calor inesperado que te recorrió el cuerpo. Te consolaste de no estar solo. Permaneciste con ella varias horas. A las tres de la mañana ella se vistió, tomó el dinero que dejaste sobre la cama y con una suave sonrisa como despedida se marchó. Te quedaste acostado. Intentaste dormir sin lograrlo. Te levantaste y fuiste al baño. Abriste el grifo de la tina y de pie miraste caer el agua; el vapor te reconfortó. Sumergiste tu cuerpo en la bañera, recargaste la cabeza en una toalla y cerraste los ojos. Por unos minutos te quedaste dormido. Al despertar, el agua estaba tibia. Saliste de la bañera, caminaste por el pasillo y llegaste a tu cuarto, te pareció frío, ajeno. No encendiste la luz. Te sentaste en la cama junto al buró; tu mirada se concentró por un instante en la fotografía donde abrazabas a Sofía. Con lágrimas en el rostro, estiraste la mano y abriste el cajón, cogiste la pistola, te la llevaste a la boca. Tu cuerpo cayó sobre la cama y la sangre se escurrió entre las sabanas. Estabas muerto, y la enfermedad que el doctor te dictaminó ayer en la mañana como terminal no cesaba de tragarte por dentro.