martes, 6 de septiembre de 2016

UNA FAMILIA MUY AFORTUNADA

–Así es, señorita, fue una desgracia, la vida es así, nos trae de un lado a otro, zangoloteándonos sin que sepamos cómo reaccionar. En fin, voy a contarle lo mismo que le dije a esos cabrones judiciales. ¡Imagínese! Pensar que uno es capaz de hacer semejante chingadera, aunque en cierto sentido, los comprendo; ¡todo lo que han pasado esos policías!, robos, asesinatos, persecuciones y sabe Dios qué más. »Pero siéntese, póngase cómoda. ¿Cómo me dijo que se llama? ¡Espere!, ¡no me diga!, Raquel, del periódico El Despertar. Mire, señorita, hace unos diez días nos enteramos de que José Luis, el hijo de Don Pancho y Doña Clementina, había desaparecido, así nomás como lo oye; nos vinieron a preguntar ese día por la noche si no lo habíamos visto. La verdad es que el sábado nos fuimos desde temprano al pueblo de mi hermana que está a cuarenta minutos de aquí. Dejamos a los chamacos solos en la casa –Don Vicente giró su rostro hacia la pared y con el dedo señaló los cuadros con las fotografías de sus hijos–, esos dos que están ahí retratados; son chulos, ¿qué no? Son mis varoncitos, Pedro y Martín, de once y nueve años. Como le decía, nosotros salimos y les dimos la instrucción a los escuincles de no hacer desmanes, ya ve que a esa edad son muy inquietos. »Mi vieja y yo regresamos casi a las diez de la noche. Don Pancho estaba interrogando a nuestros hijos y a sus amigos. El pobre hombre tenía cara de haber visto un fantasma, y con una voz entrecortada les preguntaba una y otra vez que cuándo habían visto por última vez a José Luis. Los chamacos le respondieron que fue al medio día; estaban jugando a las escondidillas y pues de ahí nomás no apareció. »La policía llegó poco antes de media noche e interrogaron a los amigos de José Luis, a los papás y a los vecinos. Investigaron en toda la colonia, pero nada de nada. Imagínese la desesperación de los padres, con el Jesús en la boca y un hueco en el corazón. Toda la noche y los días siguientes lo buscaron por todos lados, revisaron una y otra vez la casa, el parque, hasta debajo de los carros. Los padres de José Luis pegaron copias de su fotografía en las paredes de la calle, en tiendas, en farmacias, no sólo del vecindario sino también de colonias aledañas. Gritaron, lloraron, y él no apareció. »Al cabo de unos cuatro días, estábamos mi vieja y yo aquí mismo, en este sillón –Don Vicente miró a su esposa, quien movió la cabeza afirmativamente–, y que le digo: ¡Vieja!, huele medio feo, ¿no crees? Y ella me contesta: pues ahora que lo dices, sí, desde la mañana. Y entonces yo le digo: se me hace que ha de ser una rata muerta, acuérdate que les pusiste veneno hace ya casi un mes; para mí que ya cayó alguna. »Y para no hacerle el cuento largo, ahí nos tiene buscando a la famosa rata por debajo de los sillones, en la cocina, debajo del refrigerador, en las habitaciones, y no aparecía. Día con día el olor se iba haciendo más insoportable. »El chamaco tenía ocho días de haber desaparecido, y en una de ésas, cuando leía mi periódico recostado en el sofá y mi señora estaba en la recámara, me percaté que el olor provenía del pozo, y que le grito a mi vieja: ¡Vieja! ¡Como que el olor sale del pozo! ¡Qué se me hace! »Y pues bueno, señorita Raquel, ese pozo que tiene casi bajo sus pies, en medio de esta sala –Don Vicente señaló el sello de “clausurado” sobre la tapa que estaba a unos pasos de la periodista–, tiene más de cien años. Mi abuela, en paz descanse, me dijo que ahí se escondía de los revolucionarios para que no la violaran. Bajaba por las escaleras que tiene el hoyo y se quedaba hasta que ya no escuchaba ruido. Para desgracia del chamaco se le ocurrió esconderse ahí. »Resulta que lo abrí y entonces veo al chamaco flotando boca abajo, inflado como pelota y despidiendo un olor a podrido que me hizo vomitar. Me encontraba asustado y asqueado. De nuevo le grité a mi mujer: ¡Vieja, ya lo encontré! Ella me preguntó: ¿La rata? ¡No!, le digo, ¡al chamaco ahogado en el pozo! »Mi vieja gritó y no la escuché más, fui hasta la recámara, la encontré desmayada en el piso, la recosté y llamé a la policía. »Don Pancho y Doña Clementina llegaron unos minutos después que las patrullas se pararon frente a la casa. Vinieron los bomberos y el forense. Sacaron al pobre niño todo descompuesto. Mi mujer no quiso salir del cuarto hasta que todos se fueron. –La esposa de Don Vicente no pudo contenerse y se soltó a llorar al recordar todo lo sucedido. »Los policías nos hicieron toda clase de preguntas: que si nosotros lo matamos, que por qué está el pozo ahí, que cómo fue que lo encontramos. Lo que sucedió es que a José Luis se le hizo fácil esconderse dentro del hoyo, al bajar las escaleras se resbaló y se ahogó; los niños lo buscaron pero nunca lo hallaron. »Es una triste historia, pero ¿sabe una cosa, señorita?... ¡Somos una familia muy afortunada! –¿Por qué afortunada señor? –Raquel se sorprendió del comentario de Don Vicente. –Pues porque nadie de mi familia se murió. –Miró hacia arriba y dijo–: ¡gracias a Dios! –Pues sí, por fortuna nadie de ustedes cayó al pozo. –El tono de Raquel sonó comprensivo. –¡No, no lo digo por eso! –Don Vicente miró a Raquel a los ojos y tomó la mano de su esposa–, sino porque estuvimos bebiendo agua del pozo por casi siete días, ya que en estas fechas, todos los años, el agua escasea. –¡Pero no vieron si estaba el niño ahí! –Raquel preguntó angustiada. –¡Pues señorita!, ¿dónde cree que miramos el primer día que desapareció? ¡Pues sí!, en el pozo, pero el recondenado chamaco no flotó; creo que lo hizo hasta el cuarto día, cuando empezó a apestar, y para acabarla de amolar, ya no volvimos a asomarnos: tenemos conectada una bomba que sube el agua al tinaco. Ahora sí, como quien dice, ¡estuvimos bebiendo agua de muerto!, y es que el agua del pozo es bien buena. A nadie le hizo daño, por eso le digo: ¡no hay duda de que somos una familia muy afortunada!

¡QUÉ RARO!

Una gota de sudor resbaló por mi rostro. ¡Qué raro!, no hacía calor. No le di importancia. Después sentí hambre, estiré mi mano hasta agarrar un trozo de algo que parecía pan, lo llevé a mi boca pero... no tenía dientes, no podía masticar. Tampoco le presté atención. Cuando sí me empecé a preocupar fue en el momento que vi a miles de gusanos a mi alrededor… ¡Y es que no podía soportar tanto cuchicheo que salía y entraba por mis oídos!